Pongamos que usted se abre una cuenta en Instagram. Ya no es usted un chaval, pero nunca es tarde. Usted no es especialmente guapo. Heredó de su padre una nariz portentosa y las orejas un poco separadas. Usted nunca ha dado importancia a estos rasgos, a su mujer no parecen importarle, pero desde las redes sociales le empiezan a llover insultos: orejudo, narizotas, eres más feo que El Fary chupando un limón. El acoso es tan abrumador que en su interior empieza a crecer un odio visceral contra aquellos que le insultan. En pocos meses usted ya no es el que era. Internet le ha convertido en un ser oscuro y violento. Una cosa lleva a la otra y sin apenas darse cuenta usted es un asesino en potencia. Un buen día usted mata a navajazos a su primera víctima. Ya se sabe, uno empieza en Instagram y termina por coleccionar cabezas humanas en la nevera.
Esta es la apocalíptica moraleja de “Adolescencia”. La serie de la que todo el mundo habla. “Adolescencia” arranca con la detención de un colegial acusado de asesinar a una compañera de clase. El acusado es un niño normal. No es un psicópata, tampoco el hijo de Satanás ni un aprendiz de Hannibal Lecter. También su familia es normal. No hay en ella nada sospechoso. Un ambiente de cariño que hace aún más incomprensible el suceso. Pero las pruebas contra el chaval son irrefutables.
Stephen Graham, creador de “Adolescencia”, necesitaba entender algo tan inexplicable como la violencia infantil. Descubrir los motivos que puede tener un niño para matar. La serie profundiza en las consecuencias del asesinato y la manera en la que el trauma altera la estabilidad del colegio, el barrio y el entorno familiar.
Stephen Graham busca respuestas y las encuentra sobre todo en la peligrosa relación entre juventud, internet y violencia. La serie también señala el acoso escolar, la desidia institucional y eso denominado Manosfera, es decir: la radicalización misógina de algunos influencers. La conclusión de la serie es que alrededor del chico han confluido múltiples factores que le han inducido al crimen. Todos somos un poco culpables del asesinato. Todos menos el niño asesino que irradia una inocencia de monaguillo de parroquia. Es ahí donde el discurso de la serie se hace alarmista y demagógico. “Adolescencia” se suma al carro del discurso estructural. No tomamos decisiones libremente. No amamos ni odiamos libremente y mucho menos asesinamos libremente, sino influidos por múltiples factores externos que nos condicionan.
Entiendo que la adolescencia es un periodo de gran fragilidad emocional. Pero ha sido siempre así, con Instagram y sin Instagram. La crueldad juvenil también ha existido siempre, con Instagram y sin Instagram. La crueldad no es un invento de las redes sociales. Para llamar gordinflón al obeso de clase o cuatro ojos al que lleva gafas no hace falta Instagram. No me cabe duda de que las redes sociales pueden despertar instintos homicidas, pero también pueden despertarlos la música demasiado alta de un vecino, los malos modales de un portero de discoteca o una tonta discusión desde el coche por una plaza de aparcamiento.
Personalmente aborrezco las redes sociales. Vivo estupendamente sin ellas y la juventud adicta al teléfono móvil me parece idiota y narcisista. También soy de la opinión de que internet está lleno de violencia y pornografía y hay que cancelar drásticamente el acceso a dichos contenidos. Me parece estupendo que la serie “Adolescencia” reflexione sobre los problemas de la juventud en la era digital. Ahora bien, Instagram no es una escuela de asesinos.
“Adolescencia” viene a decir que su joven protagonista hubiera podido ser un chaval sano y alegre si las circunstancias hubieran sido más favorables. No me lo creo. Tarde o temprano la cabra tira al monte con Manosfera y sin Manosfera.