El hundimiento del gran cine

El hundimiento del gran cine

Todavía recuerdo a mis abuelos quejarse de la juventud, argumentando que los jóvenes de su época no respetaban a sus mayores. Ahora soy yo el que me quejo de la mala educación de la juventud, convencido de que mi opinión está mucho más justificada que la de mis abuelos. Cada generación repite los tópicos de la generación anterior, olvidando que ya estaba todo dicho.

Un tópico más: hace unos días un amigo se lamentaba de que ya no se hacían películas como las de antes. Decía mi amigo que por estas fechas, con los premios Oscar a la vuelta de la esquina, siempre había en cartelera dos o tres títulos importantes que despertaban la curiosidad de la gente. Películas grandes de las que se hablaba en la calle y empujaban al público a hacer cola en los cines.

La idea de que no se hace cine como el de antes es otro tópico generacional, pero en este caso un tópico al que no le falta razón. Es indudable que el cine ha perdido grandeza. Y no hablo de grandeza en sentido figurado sino literalmente de una cuestión de tamaño. Hace cincuenta años los cines eran enormes, suntuosos palacios de la imagen. Ahora esos grandes edificios han tenido que cerrar o se han convertido en multicines que han transformado sus amplios espacios en pequeñas salas. Del esplendor de la gran pantalla hemos pasado al teléfono móvil y el arrastrado sedentarismo del “home-cinema”. Cuando una película era muy buena se decía que era un peliculón. Un término pasado de moda, entre otras porque las películas grades, los peliculones, se han extinguido como los dinosaurios.

Vivimos tiempos comprimidos. Tiempos para lo rápido, lo reducido, lo mini, lo sintetizado y en definitiva tiempos para un cine pequeño. Antes las películas hablaban de reyes, imperios y grandes conquistas. Eran los años dorados de Hollywood y sus grandes estudios con sus faraónicos decorados. Todo era grande: la pantalla cinemascope y aquel festival de color que floreció con la invención technicolor. Por no hablar del fulgor de los actores y actrices de la época, que no por casualidad se les llamaba estrellas. Los años noventa significaron el final del gran cine, una década que todavía nos dejó magníficas superproducciones como “Bailando con lobos”, “Forest Gump” o “La lista de Schindler”. Tal vez la última gran película fue “Titanic”, un título muy apropiado para rubricar el hundimiento de una forma de entender el cine.

De unos años a esta parte la academia de Hollywood ha premiado películas que a buen seguro usted no conoce y yo prácticamente he olvidado. “Nomadland” inauguró esta década de lo inane y Hollywood la recompensó con el Oscar a mejor película 2020. Una película en la que no ocurría nada a excepción de una señora, su caravana y el desierto. ¿Se acuerda usted de “Coda”? Ganó el Oscar a mejor película hace varios años. Un discreto telefilm sobre una familia de personas sordas.

A la espera del estreno de “The Brutalist”, la gran favorita de este año para ganar el Oscar a mejor película es “Emilia Pérez”. Un musical vanguardista con un argumento bastante estrafalario. Un poderoso narcotraficante mexicano quiere ser mujer se somete a una operación de cambio de sexo que la convertirá en una persona nueva. “Emilia Pérez” es un peldaño más en la escalera hacia un nuevo cine. No se trata ya de un cine pequeño sino un cine que transmite nuevas emociones a la medida de un nuevo público. Ignoro si usted conoce “Emilia Pérez” pero estoy seguro de que ha visto “Titánic” o cuanto menos ha oído hablar de ella. Pues ahí quería llegar yo.

Perico Gual

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