“El exorcista” (la mejor película de terror de la historia) cumple 50 años y podrá verse de nuevo en salas de cine. Hablemos del miedo: esa emoción tan incómoda como estimulante. Pondré un ejemplo de mi propia experiencia. En verano voy a la playa y me gusta nadar. Me alejo de la orilla nadando y a medida que avanzo la profundidad aumenta bajo mis pies. Los sonidos se pierden en la distancia. En esa soledad me alcanza una sensación de inseguridad. Es entonces cuando asciende el miedo a mi garganta. En mi mente se instala la imagen de un tiburón enorme. Intento olvidar esa idea absurda pero no hay manera. Cuanto más pienso en el tiburón más segura parece su presencia. Llego a la convicción de que pensar en el tiburón aumenta la posibilidad de que aparezca y que, de hecho, pensar en él es una forma de llamarlo y convertirlo en real. Angustiado ante su inminente llegada lo único que deseo es volver a la orilla. Soy consciente de que no hay ningún tiburón, pero víctima de mi propia paranoia ya no estoy seguro de nada, así que volver a la orilla significa recuperar la cordura.
La función del miedo es ponernos en guardia ante peligros reales. Pero muchas veces tenemos miedo a simples fantasías. Ideas que no proceden de la realidad sino de nosotros mismos. Es decir, nos inventamos el miedo. Parece incluso que lo buscamos y lo provocamos a voluntad. Steven Spielberg entendió a la perfección ese miedo imaginario y en su película “Tiburón” instaló en nuestro inconsciente el miedo universal al gran escualo.
El ejemplo del tiburón por su claridad es perfecto para hablar también de “El exorcista”. Los mecanismos que desencadenan el miedo son los mismos. Una evocación mental de lo fantasmal tan intensa que parece convertirse en realidad.
En “El exorcista” el diablo, con muy buen gusto, decide instalarse en una preciosa vivienda de clase alta. Por primera vez el terror no acecha en un planeta lejano, ni en un viejo castillo de Transilvania sino en la calidez del hogar. Tapicerías estampadas, mullidas alfombras, obras de arte en las paredes y Regan, esa niña angelical, correteando despreocupada por sus estancias. Esa casa no parece parte de una ficción sino una casa real y vivida. El cuidado de lo doméstico en la puesta en escena es uno de los grandes aciertos de la película. El espectador se identifica de forma inmediata con ese entorno hogareño y el miedo se activa desde lo familiar. De pronto la seguridad del hogar se convierte en un lugar amenazante.
Otro de los grandes aciertos de “El exorcista” es su perfecta progresión narrativa. La película crece paulatinamente y el miedo llega sin prisas, con sutiles señales. Una evolución muy coherente que prioriza el realismo por encima de lo sobrenatural. La película parece ponerse de parte del espectador más suspicaz, buscando descartar cualquier incongruencia argumental. Por ejemplo: antes de confirmarse la posesión demoniaca de Regan, la joven protagonista se somete a intensos exámenes médicos. El argumento va exprimiendo todas las posibilidades verosímiles hasta que no queda más remedio que admitir lo imposible.
Cincuenta años después “El exorcista” sigue en plena forma. Es cierto que las escenas más escatológicas, los famosos vómitos, han envejecido mal. Pero reducir una película a unas escenas significa no entender nada. “El exorcista” causó profunda conmoción en su estreno. Todavía hoy, después de verla, nos queda la sensación de que una presencia intrusa se ha instalado sin permiso en nuestra casa. La película parece una ventana que conecta el mal con el mundo real. Un conjuro siniestro no como ficción sino como un rastro inexplicable a nuestro alrededor. El magistral prólogo (el hallazgo de la estatuilla Pazuzu en Irak) es la invocación en imágenes de una oscuridad ancestral. “El exorcista” es capaz de convencernos de que el simple hecho de pensar en Satanás puede hacerlo realidad.