Años noventa. La carrera como actriz de la joven Pamela Anderson se convirtió, de inmediato, en unas tetas. Ya sé, debería decir pechos. Pero aquello eran unas tetas. Concretamente unas tetas en una playa. Porque el asunto iba de soleadas playas californianas y Pamela Anderson era la sexy socorrista de la serie televisiva “Los vigilantes de la playa”. Para regocijo del público la actriz acudía al rescate de bañistas en apuros enfundada en un flamante bañador rojo, corriendo a cámara lenta. La serie fue todo un éxito. Aquella cámara lenta era el momento más esperado de la programación. La televisión de los noventa fue una fábrica de chicas de grandes tetas: Sabrina, Samantha Fox y otras chicas florero. Nada muy original. Se trasladaba la revista Playboy a la pequeña pantalla.
Pamela Anderson: del mito televisivo al drama crepuscular
Dicho así puede sonar machista, pero “Los vigilantes de la playa” cumplía rigurosamente la paridad. Al repertorio de chicas se sumaba un elenco de chicos tan atractivos como ellas. Pero no nos engañemos: Pamela Anderson era la reina de la fiesta. Fueron años dorados para la actriz. Una sex-simbol peligrosamente encasillada. Una rubia con curvas que recordaba el erotismo frívolo de Jayne Mansfield. Su carrera no prosperó. Aquella popularidad frágil duró un suspiro. Su vida sentimental despertó más interés que su profesión. Novios macarras. Vídeos sexuales. El expediente perfecto de otro juguete roto. Pamela Anderson desapareció del foco mediático.
“The last showgirl” resucita artísticamente a Pamela Anderson de forma muy similar a la figura de Mickey Rourke en “El luchador”. En ambos casos hay una voluntad de devolver la dignidad al mito caído. Un juego de espejos entre realidad y ficción. Porque no sabemos muy bien dónde termina la persona y dónde empieza el personaje. Las penalidades en la ficción son un reflejo de sus propias vidas.
Las Vegas como metáfora del paso del tiempo
“The last showgirl” narra el ocaso de una bailarina de Las Vegas pero también el final de una época. El hundimiento del espectáculo de variedades y sus protagonistas: las vedettes. Hay en la película un tono crepuscular que recuerda a la transición generacional del western. Si en “el crepúsculo de los dioses” la desubicada actriz Norma Desmond representaba el final del cine mudo, “The last showgirl” convierte Las Vegas en una bonita metáfora sobre la caducidad y el paso del tiempo.
El personaje de Pamela Anderson tiene que asumir que su momento de gloria ha quedado atrás. También se enfrenta a quienes la tachan de bailarina trasnochada porque ya no es joven. Pero “The last showgirl” no es una película empoderada, más bien al contrario. El tono de la película evoca el recuerdo de un pasado idealizado. La edad de oro de Las Vegas. Una ensoñación melancólica que evoca una feminidad de otra época, sofisticada y elegante. Vista así la película es un homenaje a la mujer-florero. Para sorpresa del pensamiento feminista “The last showgirl” reivindica a las mujeres que son felices y valoradas por el mero hecho de ser guapas.
La nueva vejez: del abuelo entrañable al eterno rockero
Cada vez son más las películas sobre personas que se resisten a envejecer. Un anhelo de juventud eterna. Lo dijimos la semana pasada: ya no hay viejos. Ya no quedan abuelos entrañables de ojos tristes, ni abuelas viudas contemplando viejas fotografías. Ahora los abuelos visten como roqueros. Todos queremos llegar a viejos como los Rolling Stone, subidos al escenario de la vanidad. Con la paulatina desaparición de los abuelos de siempre algo se ha perdido. Sabiduría. Equilibrio. Todavía recuerdo lo mucho que me gustaba sentir la calma de mis abuelos maternos. Para ser felices nunca necesitaron subir vídeos a Instagram ni tirarse en paracaídas.





