Nosferatu se deja el bigote

Nosferatu se deja el bigote

Año nuevo entre el bien y el mal. Empezamos el año con los tejemanejes del Vaticano de la película “Cónclave” y los vampiros de la nueva versión de “Nosferatu“.

Cónclave

De un tiempo a esta parte, digamos varios lustros, el cine de temática religiosa ha dado un giro radical de la hagiografía a la estigmatización. Atrás quedan aquellas películas bíblicas que todavía siguen reponiendo en Navidad. Ahora películas como “Marcelino pan y vino” o “Rey de reyes” serían impensables. Tal vez el único que rema a contracorriente sea Mel Gibson que en pleno siglo XXI sigue haciendo un cine de sólidas convicciones católicas.

Con el tiempo la Iglesia Católica, anclada en una arcaico inmovilismo, ha ido perdiendo adeptos, que han sustituido los Ave Marías por el yoga y los palitos de incienso. La gente ya no va a misa porque se aburre pero cae extasiada ante un busto de buda comprado en Ikea.

En cosa de pocos años películas como “Spotlight” o “El club” han señalado los abusos de la Iglesia, recibiendo el aplauso de la crítica y premios en los grandes festivales. Siguiendo está tónica llega a los cines “Cónclave”, del director alemán Edward Berger que el año pasado ganó un Oscar por su versión de “Sin novedad en el frente”. “Cónclave” no es exactamente una película de denuncia social sino más bien una radiografía acusadora de lo que ocurre al otro lado de los muros vaticanos. El plebiscito para la elección de un nuevo Papa, celebrado a puerta cerrada en La Capilla Sixtina, es la excusa para airear los trapos sucios de los cardenales invitados. “Cónclave” es muy entretenida, narrando las políticas vaticanas como si de una película de espías se tratara. Un tono de thriller muy remarcado cuyo colofón ofrece un giro de guión muy rebuscado que busca de forma muy forzada el aplauso de sectores progresistas.

Nosferatu

“Nosferatu”. Vaya tostón. Admito que entré en el cine con sueño, un detalle del que no tiene la culpa la película sino mi cansancio por el trasnochar de Nochevieja, ese ritual que cada año nos empuja a un entusiasmo tan excesivo como artificial. Por cierto que el esperpento televisivo de las campanadas cada vez se parece más a una película de terror. Entre Lalachús, David Broncano y el traje de leche materna de Cristina Pedroche el año que viene nos asustaremos menos si presenta las uvas el mismísimo Conde Drácula.

En fin que viendo “Nosferatu” me dormí varias veces. Hice lo que pude por mantenerme despierto pero cuando lograba abrir un ojo en la pantalla veía a gente metida en la cama, cosa que ayudaba más bien poco. Guardo un recuerdo borroso de “Nosferatu” pero una imagen muy clara de mujeres dolientes postradas sobre grandes almohadas.

En cualquier caso tengo la sensación de que no me he perdido gran cosa. Empezando por este nuevo Conde Orlok que se ha inventado el director, que ya no se parece en nada al Nosferatu original sino más bien al guitarrista hippie de la Credence Clearwater Revival. El director Robert Eggers o algún iluminado del equipo creativo debió pensar que ya era hora de romper con el pasado y dar al Conde Orlok un aspecto más ajustado a la aristocracia eslava del medievo. Algo parecido a lo que hizo Coppola en su versión de Drácula con el príncipe Vlad III de Valaquia.

Esta nueva versión de Nosferatu ses alimenta de las sombras de la obra maestra de Murnau pero se pierde en una borrachera estética sobrecargada de poesía visual. Una puesta en escena densa, ampulosa y excesivamente digital. Uno de los atractivos del Nosferatu original era su desamparada austeridad de monasterio. El Conde Orlok hacía su aparición con letal sigilo, como una mantis religiosa. Un escurridizo sacerdote del mal enfundado en en ceñidas levitas. No queda nada de esa grimosa austeridad en la versión de Eggers que pretendiendo engrandecer el Nosferatu original lo ahoga en el exceso grandilocuente. Si quieren disfrutar de una buena versión de Nosferatu vean el que dirigió Werner Herzog.

Perico Gual

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