No pensamos mucho en la muerte porque es una idea molesta. Molesta sobre todo para los que vivimos bien, los privilegiados de la sociedad del bienestar. Olvidamos la muerte pero no olvidamos que queremos vivir. Pensar en vivir es algo así como pensar en la muerte en positivo. La muerte parece tan lejana que nuestra vanidad nos convence de que viviremos para siempre. Queremos vivir más y pagaríamos lo que fuera para lograrlo. Negamos la vejez y compramos todo tipo de remedios, cremas y pastillas para que no llegue.
La muerte
La literatura romántica es un extenso manual de fórmulas para engañar a la muerte desde la figura del vampiro al mito de Fausto. El desarrollo científico disparó la imaginación de los escritores que llenaron sus novelas con locos doctores cocinando pócimas en sus laboratorios en busca de la eternidad, como el Doctor Frankenstein o el Doctor Jekyll.
Pero si algo nos ha enseñado la literatura es que todos los que pretenden esquivar la muerte pagan un alto precio. El monstruo, la deformidad y la putrefacción son las consecuencias para aquellos que desafían a la naturaleza.
La sustancia
Ahora llega a los cines “La sustancia”, una nueva versión del elixir de la eterna juventud adaptada a las inquietudes actuales. Vivir para siempre ya no es suficiente, ahora se persigue el atractivo sexual, para seguir despertando el deseo de la sociedad digital.
“La sustancia” llega precedida de una exagerada polémica a causa de su explícita escatología. Si cogemos cubo y fregona y limpiamos toda la porquería de “La sustancia” nos queda un thriller bio-médico de clara inspiración literaria, en especial “El retrato de Dorian Gray”. Pero para contarlo su directora elige el peor camino posible, el de la experiencia extrema, un recurso de moda pero que personalmente me aburre.
“La sustancia” arranca bien, con una intrigante claustrofobia inspirada en las atmósferas de David Lynch y David Cronenberg, pero degenera (literalmente) hacia el estilo llamado “flesh porn” más próximo a directores jóvenes como Gaspar Noe o Julia Ducournau.
El gran problema de “La sustancia”, como el de su propia protagonista, es la falta de equilibrio. Amparada en el sarcasmo que domina la película la directora Coralie Fargeat se salta su propio código de verosimilitud para dejarse llevar por el desenfreno visceral. La película pierde pie a medida que evoluciona hacia el sinsentido. Todo lo que pierde en coherencia lo gana en una aberración muy repetitiva. Un exceso formal, entre la abyección y el humor negro, que hace zozobrar el tono, que termina más cerca de la broma que de la trasgresión. El espectador no sabrá si reír, llorar o tomarse un jarabe contra el reflujo.
Personalmente lo que me parece más chocante de “La sustancia” no es su festival de la carne, sino la forma en la que ha evolucionado el thriller bio-médico. Un género que, por norma, presentaba a un malvado doctor al frente de un misterioso hospital. El protagonista era un paciente que ignoraba estar en manos de un maquiavélico equipo médico que fingía cuidar de su salud. En “La sustancia” no hay doctor malvado. La protagonista es al mismo tiempo doctor y paciente de sí misma. Su única ayuda médica será una impersonal centralita de información al cliente. Un trasvase de responsabilidades que deja la película sin culpables. Por eso “La sustancia” no es tanto una crítica de la vanidad como la reafirmación de ese individualismo enfermizo que gobierna nuestra sociedad. Una soledad suicida a la sombra del liberalismo. “La sustancia” es a la medicina lo que IKEA a la carpintería, es decir: usted se apañe solito…la empresa se lava las manos.