Premios Goya: esa gala que todos hemos visto un poquito

Premios Goya: esa gala que todos hemos visto un poquito

Voy a hablar seguidamente de los premios Goya pero antes voy a dar un rodeo. Parece que todo el mundo se pone de acuerdo en que quiere ser feliz. Lo que ahora parece una obviedad no lo era hace cien años. Antes la gente no pensaba tanto en la felicidad, por no decir que no pensaba en ella en absoluto. Las fotos son un buen ejemplo. Antes la gente salía seria en las fotos, porque hacerse una foto en 1925 era un acontecimiento tan inusual como importante. Ahora en las fotos estamos obligados a reír. La felicidad se ha convertido en el gran paradigma contemporáneo. Pensamos en la felicidad, la perseguimos y si no la encontramos la fingimos y nos hacemos un selfi. La felicidad no parece un mal camino de vida, mejor reír que llorar pensaran ustedes. Pero felicidades hay muchas y la que hemos elegido es la peor de todas. Una felicidad hipertrófica, frívola y superficial, asociada a la fiesta y a la vulgaridad.

Esta escalada hacia la diversión perpetua se ha traducido en la proliferación de humoristas. En la televisión actual todos los programas quieren hacer reír. En la España de antes, aquella España en blanco y negro, la televisión tenía el humor bajo control, con unas parcelas bien definidas: los payasos de la familia Aragón, humoristas como Gila o Eugenio, las películas de Alfredo Landa y poco más. La televisión de antes era, por lo general, muy seria. Todo el mundo, incluso el hombre del tiempo, estaba muy serio.

Ahora la payasada y el chiste campan a sus anchas. El humor se instala con natural descaro en cualquier espacio, incluso en los informativos. Es habitual ver programas de actualidad política que utilizan el humor como estrategia de persuasión. Nada más eficaz que una ocurrencia graciosa para convencer.

No sabría señalar el momento exacto en el que la payasada invadió las galas cinematográficas. Los premios Oscar de los años cincuenta eran elegantes, incluso alegres, pero no eran en absoluto una payasada. Los presentadores, los invitados, todo el mundo brillaba de felicidad, pero nadie competía por lograr el mejor chiste ni se pasaba la velada soltando chorradas. La solemnidad, el rigor y la formalidad eran valores por encima del humor. Pero de unos años a esta parte los humoristas han tomado el control, no sólo de los Oscars, sino de la vida en general. Estos tiempos informales han dado una patada (con humor, claro) a la seriedad que ahora ya no es virtud sino cosa antigua y aburrida.

De esta forma llegamos a los Goya, que desde los años ochenta buscan su lugar como pollo sin cabeza. Una gala que en sus modestos albores no pudo evitar mirar hacia fuera, buscando referentes en los escenarios internacionales, observando aquí y allá, mirando de reojo a Hollywood sin perder de vista lo nuestro, queriendo ser españoles pero sin parecer verbeneros. Una gala que en ocasiones ha intentando parecerse demasiado a los Oscar y en otras se ha pasado de frenada intentando no parecerse a nadie. En su acomplejada búsqueda de una identidad propia, moderna y vanguardista, los Goya nos han regalado galas realmente marcianas y por lo general bastante aburridas.

Los Goya son como “Ben Hur”, todo el mundo ha visto un trozo. “Ben Hur” es esa película interminable que todos conocemos pero que en realidad no sabemos exactamente de qué va. Vemos un trocito en Navidad y lo vamos sumando al recuerdo de otros trocitos que vimos las Navidades pasadas. Son pocos los perseverantes que pueden presumir de haber visto “Ben Hur” y los Goya desde el principio hasta el final. Son los elegidos de la cultura. Tal vez son los mismos que han logrado leer entero el Ulysses de James Joyce. El resto de los mortales vemos los Goya de reojo mientras freímos un huevo en la cocina. En fin, que las galas, todas las galas, son un rollo. Usted lo sabe y yo también.

Los Goya de este año, celebrados en Granada, han respetado el aburrimiento propio del evento, pero han dado señales de madurez. Entre ellas haber superado la obsesión por innovar, ofreciendo una gala clásica, sobria y elegante. Sus presentadores no nos han obligado a reír con chistes guionizados. Viendo el esperpento que invade las galas del mundo entero, se agradece que nadie haya asistido vestido de ornitorrinco o de jirafa. Richard Gere, Goya de honor, guapo de revista, con su pelazo cultivado en las nieves del Himalaya nos explicó lo que es la elegancia. La elegancia es un esmoquin negro. En realidad Gere quiso explicar más cosas, algo sobre Dios, las pequeñas historias del cine y también algo sobre el malvado Donald Trump, pero nadie entendió nada. Lo que más se entendió es lo que no dijo. Lo que todo el mundo entendió es que Richard Gere estaba allí, sobre el escenario. Su mera presencia dejó claro que no hace falta ser humorista para transmitir felicidad, ni hacer payasadas para llamar la atención, ni disfrazarse de urogallo para parecer un artista.

Ese es el trozo de los Goya que pude ver. El trozo de Richard Gere. Hubo más gala pero no la ví. Tal vez usted tampoco. Me perdí el principio, que arrancó con la canción “Bienvenidos” de Miguel Rios, cantada por el artista al que se sumaron actores nominados, que iban saltando de sus butacas en una suerte de “flash-mob”. Una apertura a medio camino entre esa canción grupal de los años ochenta llamada “We are de world” y la banda infantil Parchís. También me perdí ese inesperado premio ex-aequo (primera vez que ocurre) que otorgó el Goya a mejor película a “La infiltrada” y “El 47”. Me perdí muchas cosas pero pude ver a Richard Gere y la forma en que su pelazo tibetano y un esmoquin negro hablaban por sí solos.

Fotografía de © Óscar Morillas

Perico Gual

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