Los médicos deberían incluir en sus recetas las películas de Alexander Payne. Los efectos reparadores de su cine son mucho más eficaces que la quinoa o una clase de yoga.
Alexander Payne es el Frank Capra del siglo XXI. Es muy probable que las nuevas generaciones no tengan ni idea de quién fue Frank Capra. A ojos de la juventud Capra representa aquel viejo cine en blanco y negro tan aburrido. Sin embargo todos recordamos la popular escena de la película “Qué bello es vivir”, con James Stewart atravesando a todo correr la calle principal de su ciudad y deseando feliz navidad a pleno pulmón. Actualmente el cine de Capra puede parecer edulcorado pero en los años 40 confortó los corazones de la sociedad americana, muy necesitada de optimismo después de las guerras mundiales.
También el cine de Alexander Payne funciona como un balsámico antídoto, en este caso contra la histeria de lo espectacular. En sus películas no hay dinosaurios, ni coches furiosos, ni asesinos en serie, ni siquiera el vacilón metaverso. El cine de Alexander Payne está construido con la compleja sencillez y la profunda ligereza de una canción de John Lennon. De hecho su nueva película “Los que se quedan” es un entrañable homenaje a los años setenta.
“Los que se quedan” significa el regreso de Payne a su particular zona de confort. Historias sencillas, muy americanas, que basculan entre la alegría y la nostalgia. Su anterior película “Una vida a lo grande” fue una fallida incursión en la fantasía científica que no logró conectar con el público. Sin embargo “Los que se quedan” ya es calificada por la crítica como “nuevo clásico navideño”. El profesor universitario de la película bien pudiera ser el Mr. Scrooge de Dickens. No hay nada original en ese profesor cascarrabias (magistral Paul Giamatti) que todos sabemos que esconde una buena persona. Lo esencial no es un argumento mil veces visto sino la forma de contarlo.
Desde el primer minuto “Los que se quedan” es una declaración de intenciones sobre un cine que mira al pasado. No se trata de hacer una película setentera sino de rodar como lo hacían en los años setenta. La diferencia no es trivial. Los elegantes títulos de crédito confirman dicha pauta. El espectador queda atrapado en un clasicismo que marcará un compás de discreción a lo largo de la película. Acostumbrados a películas cuyos títulos de crédito quieren llamar la atención con un violento impacto visual, los créditos de “A los que se quedan” discurren como un arroyo de agua clara entre paisajes nevados. Es inevitable recordar películas como “Tal como éramos” de Sidney Pollack o “Conocimiento carnal” de Mike Nichols. La influencia del estilo setentero denominado Nuevo Hollywood no es casual. El director pensó incluso en rodar como se hacía entonces, con aquellas pesadas cámaras en celuloide, pero finalmente optó por el digital, más manejable. Eso sí, retocó los fotogramas con efectos de grano y suciedad para que simulara un formato analógico.
En un mundo cada vez más agresivo el cine amable de Payne no es sólo más terapéutico que un curso de mindfullness sino que interpela al espectador sobre el propio sentido del cine. Una industria que ha perdido la magia de contar historias y que ahora parece más interesada en la sobreestimulación del espectador a base de ruido y furia. Fiel a esos principios Payne mantiene un perfil bajo que paradójicamente lo está encumbrando al vanidoso olimpo de Hollywood. Desde su película “Entre copas” las campanas del triunfo siempre repican a su favor en los Globos de Oro y en los Oscars. “Los que se quedan” no parece la excepción.