Los lugareños la llamaban La Zona. Ningún ser humano se atrevía a entrar pero a primera vista era un bonito valle cerca del ferrocarril abandonado. Un carromato a motor les había llevado hasta el final de la vieja vía que terminaba en una arboleda de abedules. Desde allí el valle se extendía pendiente abajo como un inmenso océano verde. La hierba lo cubría todo y en aquel silencio llegaba con claridad el rumor del rio. Pero en aquella placidez había una nota discordante. Los restos metálicos de viejos carros blindados revelaban que antaño aquel lugar fue zona de guerra. Sus cañones oxidados, ahora inertes, seguían apuntando hacia una alta pared de vegetación que escondía los muros de la antigua estación de tren. La estación era el centro de La Zona y todo parecía girar a su alrededor con una fuerza invisible. Los lugareños contaban que el centro de La Zona estaba dominado por un poder sobrenatural, un espacio donde se cumplían los deseos. Por eso estaban allí.
Hundidos en la alta hierba el escritor, el poeta y el guía contemplaban la estación desde una distancia prudencial. Eran apenas unos metros, pero aproximarse más entrañaba peligro. El guía había explicado que La Zona tenía sus propias reglas y el camino más corto nunca era la línea recta. Moverse dentro de La Zona exigía un ritual. Por eso era necesario un guía, tal vez el único ser humano que frecuentaba La Zona. Le llamaban el “Stalker” y era quien decidía cuándo caminar y hacia dónde.
Desoyendo las instrucciones del guía el escritor avanzó por su cuenta. Parecía decidido a recorrer esos inofensivos metros que le separaban de la estación de los deseos. Pisaba con lentitud culpable, como si cada paso pudiera ser el último. Pero todo parecía en calma. A cada paso que daba los detalles de la estación se hacían más precisos. Podía ver el tejado hundido, las vigas de madera astilladas y la vegetación cubriendo los escombros. De pronto un fuerte viento lo sacudió todo. Los cerezos silvestres se agitaron con fuerza y el escritor se detuvo en seco. Desde los muros desconchados llegó una voz firme pero sosegada. Una voz que procedía de cualquier sitio y de ninguno. La voz daba el alto al intruso. La Zona estaba mandando su particular advertencia.
Estos párrafos son mi particular homenaje a la película “Stalker (La Zona)” de Andrei Tarkovski. Sin duda una de las películas más fascinantes de la historia del cine. Mágica, misteriosa, hipnótica. Una obra maestra. Andrei Tarkovski ofrecía un retrato desolador de la Unión Soviética post-industrial. Una película que además era una premonición porque su argumento parecía advertir el desastre de Chernóbil años antes de que ocurriera. No hay en “Stalker” ninguna referencia a la energía nuclear pero todo parece un desastre nuclear. Cada fotograma de “Stalker” está cargado de isotopos radiactivos.
El desastre nuclear de Chernóbil generó su propia zona prohibida alrededor de la ciudad de Pripiat. Pripiat, esa ciudad dormitorio, donde vivían la mayoría de los trabajadores de Chernóbil y que tuvo que ser desalojada a toda prisa horas después de la explosión del reactor. Pripiat una ciudad abandonada. Una ciudad fantasma congelada en el tiempo. Durante décadas el área de Chernóbil estuvo cerrada por el peligro radiactivo. A pesar de la prohibición con el tiempo llegaron hasta los medios de comunicación fotos y vídeos de Pripiat y sus alrededores. Edificios vacíos, paredes desconchadas, calles invadidas por la vegetación y parques infantiles con columpios oxidados.
Se diría que Tarkovski tenía esas imágenes en la retina cuando rodó “Stalker” si no fuera porque la película es 7 años anterior al desastre de Chernóbil. Una película visionaria y un canto lúgubre a la ruina moderna.