Es muy probable que muchos de ustedes no conozcan a Víctor Erice y no me extraña. Lo que más llama la atención de este director vasco son sus pocas ganas de llamar la atención. Un ser humano alejado del ruido en un mundo donde la gente mata por un like en redes sociales. Víctor Erice es al mismo tiempo fantasma y leyenda del cine español. En 1973 estrenaba “El espíritu de la colmena” aplaudida por crítica y público. Su primera película se convertía en una obra maestra casi de inmediato. En ella Erice proponía un viaje a la infancia desde la inocente mirada de la niña protagonista. Los ojos enormes de la actriz Ana Torrent, que como dos galaxias infinitas absorbían el mundo adulto con fascinación y curiosidad.
Tras aquel flamante debut Erice solo rodó dos películas más:“El Sur” (1983) y “El sol del membrillo” (1992). Desde entonces el director desapareció del foco mediático. Visto en perspectiva se puede entender la filmografía de Erice como un ejercicio de desaparición.
Después de 30 años desaparecido Erice reaparece para presentar “Cerrar los ojos”. Su cuarta película se ha podido ver en Cannes (festival al que no asistió) y en San Sebastián, donde sí asistió para recibir el premio Donostia. Erice vuelve a la vida pública como el ermitaño que baja de la montaña. A sus 83 años se encuentra en plena forma. Comparece ante los medios de comunicación luciendo una frondosa barba de filósofo socrático y gafas de sol de celebrity. Habla despacio, dando forma a su discurso como si fuera un escultor de palabras, dejando que la reflexión se imponga a la verborrea. En sus silencios también se intuyen ganas de desaparecer.
Porque “Cerrar los ojos” habla, de nuevo, de desapariciones, fantasmas y reencuentros. El actor José Coronado (en un papel soberbio) interpreta a Julio Arenas, famoso actor que desaparece sin dejar rastro durante el rodaje de una película. La película en cuestión queda entonces interrumpida y su director Miguel Garay (interpretado por Manolo Solo), conmocionado por el suceso, abandona el oficio. “Cerrar los ojos” empieza cuando Garay emprende la búsqueda de su amigo. Un actor que desaparece, un director que deja de serlo y fragmentos de un rodaje que nunca llegará a ser una película completa. Para rematar este laberinto de ausencias la película en la que trabajaban Arenas y Garay se iba a titular “La mirada del adiós”. Un thriller de aventuras donde un detective era contratado por un rico burgués sefardí para recuperar a su hija, desaparecida años atrás en el lejano oriente.
“Cerrar los ojos” se convierte así en un magistral juego de simetrias contrarias. Si en “El espíritu de la colmena” Ana Torrent abría los ojos como platos para entender el mundo, en “Cerrar los ojos” el movimiento es inverso. José Coronado cierra los ojos para poder entender quién es. Ana Torrent miraba al futuro desde la infancia mientras José Coronado rememora el pasado desde la madurez. Las equidistancias no terminan aquí pues realidad y ficción también intercambian sus reflejos. En la ficción “Cerrar los ojos” narra la desaparición de Julio Arenas mientras que en la realidad supone la reaparición de Victor Erice. Una reaparición extraña que sobre todo enfatiza su desaparición previa durante más de 30 años. El personaje de Julio Arenas no es más la proyección fantasmal donde se mira el propio Víctor Erice. Vagabundos reducidos a sombras a punto de desaparecer. Intelectuales en la frontera de la cordura y la cultura como territorio relegado al olvido.
Visto así esa película llamada “La mirada del adiós” cuyo rodaje ocurre dentro de la película “Cerrar los ojos” no sería más que la recuperación de un proyecto también olvidado. Un trabajo que Erice no llegó a rematar en la vida real. Me refiero a “El embrujo de Shanghai”, novela de Juan Marsé que debía dirigir Erice pero que finalmente fue llevada a la pantalla por Fernando Trueba.
En este mundo veloz de agresiva inmediatez, donde lo que triunfa es vivir a tope, vivir en la tiranía del instante, donde se recomienda “pasar página” para ser feliz, donde casi se nos obliga a olvidar, surge la figura de Victor Erice como un Don Quijote contemporáneo. Un profeta de la imagen en singular batalla contra el olvido. Un heraldo de la memoria anclado en su particular locura, que no es otra que defender el espíritu de los recuerdos.